Uárhukua Ch'anákua

Ajenos a la sintonía mercantilista que actualmente impera en el mundo en todos los ámbitos,  todos los días  en el estado de Michoacán hay por lo menos un grupo de jóvenes, niñas o niños que salen a las calles de sus respectivos pueblos para jugar Uárhukua Ch'anákua. Actualmente incluso se organizan torneos estatales de lo que también se conoce como el juego de pelota purépecha y cada año aumenta el número de practicantes: lo juegan en pueblos pequeños como Tingambato o Paracho, pero también en grandes urbes como Uruapan y Morelia, muchos incluso creen que se vive un auge no previsto gracias a la simpatía que ha generado entre las nuevas generaciones que ya usan las redes sociales como el Facebook para anunciar sus próximos torneos.  Pese a la modernidad, cada vez que el uárhukua o bastón en forma de L hecho de madera golpea la pelota a veces incendiada, los purépecha reviven una creencia antigua de quienes lo inventaron para mantener la armonía con el universo. Hoy pareciera que la práctica de este juego peculiar ayuda a preservar un punto de balance esencial frente al paso devorador del mundo globalizado que quiere un todo uniforme: un constante e intenso golpeteo entre doce jugadores se hunde, para enriquecerse, en la memoria.
Era una tarde ya calurosa del mes de febrero, nos encontrábamos instalados en una de las placitas principales del pueblo donde nació la danza de los viejitos, ahí, un grupo de niños de marcado linaje purépecha nos detallaron paso a paso lo que han aprendido de sus tíos y hermanos mayores. Uno de ellos, el más sudoroso, con un aire de dueño absoluto de ese espacio sin automóviles, explicó que para jugar es preciso en primer término hacerse de un uárhukua o bastón que cada uno de ellos talla con la madera que abunda en la zona serrana que les rodea y de una zapandukua o pelota hecha de trapo atada con mecate que en ocasiones se prende con gasolina por las noches. En medio de un público revuelto de niñas, abuelas tejedoras y perros flacos, el niño de apenas diez años describió la lucha que emprenden seis pequeños guerreros por llevar la zapandukua al extremo contrario y así sobrepasar el límite del mundo hasta tocar la nada que hay después de la línea divisoria del campo largo y rectangular. Mientras tanto los otros seis competidores, usando con maestría el uárhukua buscan con ahínco arrebatar la bola que mantiene contentos a los dioses del cielo y de la tierra. El tiempo de duración del juego depende en muchas ocasiones del aliento de los participantes y de los árbitros, quienes se encargan de cuidar que se cumplan de manera cabal las reglas que sobre todo guardan principios éticos de cuidado hacia los participantes. No está permitido insultar o golpear de manera intencional al contrincante; la pelota y el bastón, al igual que el campo en el que se practica, son respetados como elementos rituales de una ceremonia que se actualiza en cada inicio de partida. Al término de la explicación, en la plaza contigua, los más grandes golpeaban con tino la zapandukua que bailaba de un lado al otro envuelta en un ritmo agudo, concreto, seco, que apenas se detenía para dar paso a las vivas y hurras del público que no ponía en duda las decisiones de los árbitros, entendimos que para ellos también el honor se juega. La partida comenzaba y todos habíamos corrido para ser parte de ella.
Hoy en día son pocos los juegos prehispánicos que aún sobreviven, muchas de las veces se desconoce si las reglas y los objetivos que hoy prevalecen eran las mismas de hace cientos de años, pero el trabajo que este quehacer realiza por sí mismo se vuelve fundamental para una generación que está encontrándose con su pasado a través de una herencia que se ha ido reconstruyendo con nuevos elementos y que permite a sus practicantes decir, como al pequeño guerrero sudoroso, “me gusta ser purépecha”.