Matando periodistas

Por: Emma Aguado

Pocos lo saben, pero el reportero promedio vive así como casi todos en la actualidad: con poco recurso, rara vez se compra una casa o un coche de lujo, vive del crédito, con deudas y gastritis constantes. Cuando le va bien tiene computadora y a veces le alcanza para comprarse un celular medio inteligente que aguante salpicaduras de café caliente y rayones por caídas extremas. Sin embargo a cada asalto de sol cruza la puerta de su casa para salir de sus propias urgencias y se encuentra con las de otros, se mezcla entre la gente, embiste a los transeúntes con preguntas rebusconas, visita basureros, trepa cerros, espera horas bajo el sol, serpentea hasta llegar a la oficina del gobernador en turno, del líder de algo, del delegado de la oficina tal por cual. Son muchos, miles, los que en este país se arriesgan queriendo contar historias, queriendo que se haga justicia, porque creen que ni la patria ni la dignidad se venden, pero a esos los están desapareciendo. En México informar se ha vuelto una afrenta con la vida misma.

Todo empezó con Goyo, un reportero veracruzano cuyas condiciones de vida quedaron expuestas a raíz de su desaparición. El periódico en el que trabajaba no podía pagarle lo suficiente, mucho menos brindarle protección y no pudieron evitar que sus restos aparecieran en una horrible fosa. Goyo se convirtió en el símbolo de la lucha cotidiana del reportero provinciano que se expone diariamente para tener información de primera mano. Es el que pide aventones, usa grabadoras pegadas con diurex, desayuna a las diez de la noche, se olvida de familia y trabaja domingos en madrugada a cambio de un salario de risa, a cambio de su propia vida.

Cierto que la gente está decepcionada de la prensa, cierto que muchos están vendidos al gobierno, a los poderes fácticos, a los criminales, cierto que cuando no están vendidos se entregan al miedo o a la línea editorial. Pero aún quedan muchos que entienden el periodismo de otra manera, que están contando las historias de los que no tienen voz y sus desafíos exponen la podredumbre en la que estamos enfangados.

Goyo es el pretexto del movimiento Prensa, no disparen. Hartos de ver morir a nuestros compañeros nos reunimos en el Ángel de la Independencia el pasado domingo con el fin de exigir garantías para nuestro trabajo. Compartimos historias, no ya las de los otros, sino las propias, dejamos de escribir en tercera persona para hablar a título personal: el reportero levantado, el periodista amenazado, el comunicador amordazado. Es una buena noticia encontrar a un gremio más unido, activista, pero habría que preguntarse cómo fortalecer esta red más allá de lo virtual, para dar efectiva protección a periodistas de medios con poca influencia nacional, fácilmente señalados aunque intenten camuflarse en el anonimato, sin olvidar nunca que la protección a periodistas implica la aplicación correcta de la ley y sobre todo del cobijo de la sociedad.