Poco
conocemos de lo que sucede al interior de las aulas en México. De manera
extraoficial sabemos que en ellas operan grupos, en su mayoría de estudiantes,
que someten a otros a través de la extorsión, el miedo y la violencia física.
Sin embargo, ni los padres de familia, ni los maestros, ni las autoridades
educativas o de salud han logrado adentrarse a fondo en la espesura del
comportamiento juvenil en los espacios escolares, lo que ha generado un vacío
que ha sido aprovechado por los jóvenes. Sólo
cuando se registra algún caso de violencia extrema que trasciende los muros de
las escuelas, el fenómeno asoma su horrenda figura para luego regresar a su
escondite favorito: el silencio institucional.
Este
fenómeno asomó sus garras recientemente en Acámbaro cuando Jessy, una joven
estudiante de preparatoria fue atacada brutalmente por un ex compañero de
escuela mandándola al hospital en los límites con la muerte. El caso
actualmente está en proceso de investigación y los elementos que se tienen no
permiten dar cuenta todavía de lo sucedido con exactitud. Sin embargo las
preguntas que surgen tienen que ver fundamentalmente
con lo que sucede no sólo al interior de los hogares, sino también al interior de las escuelas.
Y aunque el
problema de la violencia es multifactorial, la impunidad que impera en el salón
de clases es un reflejo impactante de lo que le pasa a nuestro país. Los
estudiantes son sometidos por otros con prácticas de avanzado tono criminal:
amenazan, roban, cobran piso e insultan incluso a sus propios padres y
maestros. Los baños son puntos de reunión en donde se consumen alcohol y
drogas; y problemas como el embarazo prematuro, el uso de armas, el abuso
sexual, las depresiones o actos pre suicidas son el pan nuestro de todos los
días. Las escuelas para muchos jóvenes han dejado de ser un lugar de
capacitación y aprendizaje, para convertirse en verdaderos infiernos. Y es
imposible en muchos de los casos no darse cuenta de ello a pesar de que los
estudiantes callen, sobre todo si son víctimas de violencia y se encuentren
amenazados.
Al parecer
ni Operación Mochila, ni las cámaras de vigilancia colocadas en algunas
secundarias, ni las nuevas leyes, han servido para inhibir los ímpetus
delincuenciales de los estudiantes. Se cuestiona igualmente la pertinencia de
las escuelas de tiempo completo en un contexto carente de infraestructura
básica y la falta de reformas adecuadas al sistema educativo.
Lo que le
sucedió a Jessy ha conmocionado a los acambarenses, sobre todo a un grupo de
jóvenes que espontáneamente salieron a la calle para exigir un alto a la
violencia. Pero esa conmoción no debiera petrificarse, habría que darle un cauce adecuado que
implique el seguimiento del caso para que se resuelva con celeridad, además de
revisar las omisiones en todos los niveles de autoridad que están costándole
muy caro a nuestra sociedad. Con estos antecedentes, sería imperdonable que la
agresión que sufrió Jessy se repitiera.
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