En cualquier momento podrían
avisarle a Patricia que han encontrado a su marido, le han dicho que sus restos
podrían haber sido localizados en una fosa en el norte del país, abandonados
entre tantos otros pedazos de cuerpos irreconocibles. Es una mujer morena de
misteriosa fortaleza, dueña de un par de ojos profundos en donde se mece un
dolor contenido, sin llanto, encargada de sacar adelante a su familia desde que
su esposo se fue de la casa, hace tabiques como muchas mujeres en esa colonia
en donde es común que los hombres se vayan. Un sábado a la hora del almuerzo me
compartió su historia:
“¡Que no queden impunes, el castigo es poquito
si los meten a la cárcel a lo que hacen con las personas!”, decía con la mano
empuñada haciendo referencia a ese que dicen fue el culpable de la desaparición
de su esposo hace más de dos años, un tal Güero, recomendación de un vecino. No era la primera vez que su esposo se iba a
Estados Unidos, ya lo había hecho antes para reunir dinero y tratar de curar a
una de sus hijas que estaba muy enferma. Pero no se curó y se tuvo que regresar
al norte, empeñó el terreno de la tabiquera por cuatro mil pesos y jamás lo
volvieron a ver. Era un 14 de Septiembre del 2011, Patricia se despidió de él en
Celaya sin presentimiento alguno, aunque el coyote que los esperaba en la
central no estaba vestido con sombrero de pachuco como había dicho, de todas
formas se fue junto con otros 28, tres eran acambarenses de la misma colonia,
uno de ellos era su concuño, el otro el papá de su comadre, todos
desaparecieron.
Una semana después interpusieron
la primer denuncia, aunque Patricia no creía lo que estaba pasando, no recibía ninguna llamada, ni un mensaje,
nada. La información les fue llegando a cuentagotas: supieron que los habían
bajado en Treviño, que habían sido vistos en la central de Monterrey, que dos
lograron escaparse, que gente armada los obligó a trabajar para ellos, que los
torturaron y que luego los mataron dejándolos en una fosa. Pero Patricia y su
comadre son incrédulas, la historia pareciera no tener ni pies ni cabeza,
apenas son dueñas de pequeños fragmentos que han logrado ir hilvanando con
paciencia, pedazos de un mal sueño del que no han podido despertar.
En casi tres años su caminar ha
sido muy solitario, en sus idas y vueltas a Monterrey, en sus visitas a las
procuradurías de justicia, a los ministerios públicos, a los análisis de ADN,
Patricia ha tenido que dejar solos a sus 6 hijos y tocar casa por casa para
pedir prestado: “La esperanza muere al último, hasta que yo no vea a mi esposo
de vuelta y no esté bien segura no me voy a dar por vencida, y aunque lo vea,
aunque lo sepa y todo, nomás no…”.