Este es un nuevo esfuerzo por crear un punto de encuentro con sus opiniones. Queremos ser detonadores de críticas, propuestas, acciones, aprovechar las ventajas de la red para converger, disentir, provocar. A todos ustedes gracias y bienvenidos a este espacio.
LA JUSTICIA QUE NO LLEGA
TOMÁS GONZÁLEZ, 1919
HISTORIAS DEL VIEJO CHUPÍCUARO
Tomás González, el de la mujer con ojos inquietantes, nació en 1919 en el Viejo Chupícuaro. Hablar con él es vivir lo que sólo se haya en los escasos libros que cuentan lo que le pasó al pueblo ahora inundado. De raigambre campesina, conoce bien los entresijos del movimiento ejidal en tiempos en los que se rebelaban contra los hacendados. Dice que tenía ocho años cuando Bruno García peleaba por las tierras. Era el año de 1927 y su padre Tomás González Monroy era uno de los que solicitaban ejido que hasta ese año empezó a conformarse. Por entonces muchos del rumbo trabajaban en las minas de Tlalpujahua en el Estado de México, con mínimas medidas de seguridad, explotados por los extranjeros. El padre de don Tomás fue uno de ellos, logró colarse en la mina mientras le daban las tierras con un puesto de velador gracias a un sobrino que tenía trabajando como gerente en aquel sitio. Sin embargo su alma campesina lo desbordaba y no resistió mucho tiempo, estaba fastidiado de trabajar por las noches. Un día preguntó a Bruno García para cuándo entregarían las tierras, él le dijo que no había fecha pero le sugirió que se regresara de donde andaba, así que abandonó la mina y entró en la lucha agraria. Para muchos era un escándalo que en Chupícuaro hubiera gente peleando por las tierras, que hubiera agraristas, puesto que estaban rodeados de haciendas, el pueblo parecía ser una cuna de rebeldes. El padre de don Tomás había heredado tierras de sus antepasados cerca del río Tigre, pero cada año en tiempo de lluvias se inundaban echando a perder la cosecha, así duraban los planes hasta un mes bajo de agua. No daba abasto para sobrevivir por eso no lo dudó mucho cuando supo que había un grupo de gente que peleaba por mejores tierras, esas que sólo estaban en manos de los más poderosos, de los hacendados. El grupo estaba liderado por Bruno García, “taba chico y andaba yo ahí de entremetido, un día oyí al ingeniero que fue a entregarles la tierra a los ejidos, ahí taba el señor luchador que se llamaba Bruno García, y le dijo: ¿hasta onde quiere su ejido don Bruno? Pues hasta onde no vea ingeniero.” Don Tomás es de los pocos que en la actualidad se precian de haber conocido de cerca a Bruno García, estaba muy chico todavía pero en la memoria se le quedó muy grabada la lucha que aquellos primeros agraristas chupicuarenses iban desarrollando conforme pasaba el tiempo. Don Bruno buscaba mucho al padre de don Tomás, en varias ocasiones le contó que no tenía dinero para ir a la ciudad de México a donde tenía que acudir para arreglar papeles. Así que se iba ocho días caminando por la orilla de la vía del tren.
Chupícuaro estaba rodeado de haciendas cuenta don Tomás: La Encarnación, Satemayé, Santa Inés y San Miguel. A las cuatro haciendas les fueron quitando terreno paulatinamente mientras los sacerdotes en el púlpito ponían el grito en el cielo, “los sacerdotes decían: los agraristas tan aborrecidos no tienen derecho de auxilios de iglesia, así amenazaban, que el que juera agrarista taba excomulgao y si tienen algún enfermo que taba a punto de morirse no les daba nada, y le gente les hacían caso”. La gente se dejaba convencer por los sacerdotes que estaban del lado de los hacendados, y hacían escarnio de todo aquel que fuera agrarista. Fue entonces cuando se desató la violencia, los poderosos hacendados no querían perder sus privilegios y contrataron gente para matar a todo aquel que pretendiera quitarles lo que decían era de ellos, “quedaron ardidos los haciendaos se vino la rebeldía, según creo los estaban sosteniendo todos los ricos, a ver si así les devolvían sus tierras, así es que con todo y eso y un sacerdote taban las cosas duras. Entonces vino otro padre nuevecito, se llamaba Berardo Silva, ese vino a dejar todo en paz cuando dijo: no se crean de lo que dicen, pami todos son iguales y cambió el tiempo, pero era triste”.
Don Tomás todavía se acuerda de algunos de los nombres de aquellos hacedados a los que incluso conoció en persona, “el de San Miguel se llamaba Joaquín, el de La Encarnación era un general que aguantó porque sabía lo que tenía que suceder; en Satemayé eran españoles y el de Santa Inés me parece que se llamaba Guadalupe, pero no me acuerdo el apelativo, pero pos era triste porque nomás Chupícuaro era agarista”.
En el proceso de convertirse en ejido, el plan de Satemayé que pertenecía a una familia española, pasó a la posteridad por la tragedia que se vivió en ese lugar. Dice don Tomás que antes se platicaba que cuando mataron al hacendado de Satemayé tenía su defensa, y que incluso había pedido garantías al gobierno y le dieron armas pero no fue suficiente porque al parecer murió traicionado por su propia gente, “y cómo creen que murió ese pobre? Entonces se usaba baldosa en los techos de las casas, él confiado de su defensa, agujeraron el techo le echaron gasolina pa’ bajo, le echaron cerillos y murió allí achicharronao. Después gritaban otros: ¡que ya mataron al patrón! ¡amos a verlo! Y ya traían los delantares llenos de puros pesos, luego que vieron el montón de oro, aventaban los pesos y se iban por el oro”, y remata don Tomás, “ya después se extendieron ejidos por onde quiera y ya, se acabó el cuento, pero sufrieron mucho los primeros”.
El año que no sembró
Don Tomás se acuerda de la educación que daban los padres cuando él era todavía chico. Eran hombres y mujeres más recios que castigaban muchas de las veces con golpes a los niños. Incluso daban permiso a otros adultos para que corrigieran a los hijos si consideraban que habían hecho algún daño. Y por eso se acuerda que al morir su padre, su mamá Tranquilina Domínguez López contrató un peón para trabajar el campo, don Tomás se iba con él pero con trece años apenas si conocía cómo trabajaba una yunta hasta que terminó de enseñarse solo. “Uncir es cosa muy antiva, yo creo que desde los indios. Por eso según platican, el presidente Alemán cuando hubo la matanza, quería acomodarnos con máquinas y que no trabajáramos con animales, pero no supimos corresponder, pero no nos hablaba claro. Uncir la yunta era lo que les ponía uno a los bueyes sacando la vuelta y embrocando el yugo atrás de los cuernos. Luego viene la coyunda que era larga de curtimiento de cuero que se compraba en Acámbaro. Había yugo largo y corto, el largo para cuando ya andaba uno escardando, el corto cuando era pa’ barbechar”. Y luego de recordar el proceso de uncimiento de una yunta, don Tomás nos hace una revelación: en toda su vida de campesino sólo un año dejó de sembrar, fue el año en el que se cambió de pueblo, el año en el que se inundó Chupícuaro, “de todos los años que tengo de edad y que he trabajaba en el campo, nomás ese año no sembré, en el año que nos cambiaron porque yo sentía que estaba duro y así fue”. Don Tomás recuerda que fue de los primeros en cambiarse porque la esposa de su hermano estaba por dar a luz y las embarazadas fueron de las primeras en mudarse.
LA MEMORIA TRAICIONADA
Pero la memoria de Bruno García, del padre de don Tomás y de muchos como ellos fue traicionada. Las tierras que costaron una intensa lucha a los viejos agraristas quedaron sepultadas bajo el agua y fueron cambiadas por pedazos de tierra pelona divididas en lotes sin forma. Por eso cuando Miguel Alemán vino a inaugurar la presa no hizo recuento de las viejas luchas agraristas ni siquiera hizo mención de los ejidos, se le olvidó mencionar el reparto injusto que hicieron a los campesinos a cambio de haber inundado sus fértiles tierras. Así lo recuerda don Tomás, “enseguida de que inauguraron la presa, se llenó de gente de distintas partes y ya el presidente Alemán habló de las tierras que eran pa’ los ejidatarios, no dijo agraristas, dijo agricultores de Chupícuaro. Y aunque nos dieron estas tierras, fue triste porque llegamos aquí y nos decíamos unos con otros ¡ay parecimos animales! nomás llegaban los carros que andaban cambiando y hacían un aventadero de triques en los terrenos que no estaban bardeados. Nos cambiaron el 49 y nos dieron las tierras hasta el 51, vivimos todos esos años pasando lástima, dejamos perder todo”.
DE NOVIOS
La matanza de los animales modificó los planes de matrimonio de don Tomás. Su novia la de ojos intensos, la de mirada escrutadora, no quería casarse con él y cuando le mataron sus reses perdió la esperanza. A pesar de todo duraron nueve años de novios y no fue sino hasta 1953 cuando don Tomás, después de una larga temporada de sequía, logró una buena cosecha “en ese tiempo no se usaba el abono nomás lo que daba la tierra. Se nos dio una milpa buena y nos tocaron 4 hectáreas a cada ejidatario y 150 costales de cien kilos, una cosecha bárbara, y dije ora sí nos vamos a casar, entonces vendí lo de un cuarto y ya nos casamos”. Unos años antes de su casamiento se vio obligado como muchos a buscar la vida en Estados Unidos porque el nuevo Chupícuaro tal como se los habían entregado no ofrecía más que un extenso terreno para hincarse a llorar. Se fue a Monterrey, a Texas, a Ciudad Juárez, pero la experiencia de trabajar para otro no le gustó y decidió regresarse.
LA MATANZA DEL CACALOTE
Cuando Elías Calles decidió cerrar todos los lugares de culto se vino la persecución de los sacerdotes y muchos como don Tomás recuerdan lo que se vivió en aquella época cuando se alzaron los cristeros y muchos sacramentos religiosos se hacían a escondidas en los lugares más inimaginables, “murieron muchos padres como esos que mataron ahí en el Cacalote, estaban re nuevecitos, porque andaba la ley, la persecución de los padres. Pos yo me figuro que el presidente hizo eso porque no había niños en las escuelas del gobierno y pagando los maestros, porque todo lo hacían los sacerdotes, ponían escuelas particulares y allí enseñaban a leer a escribir, y a rezar. Ora otra, el sacerdote estaba de acuerdo con el haciendao, se le perdían animales y decían: vamos a que me hagas unos ejercicios de encierro, y tenía que decile el padre al haciendao quién vía sido el que según había robado los animales pa’ castígalo aunque no fuera cierto, taba muy unido el clero con los haciendaos, y por eso yo creo que vino eso. A los padres del Cacalote cuando los encontraron les rebanaron el cuerito de los pies, y los del gobierno los hicieron andar en el suelo, a raíz. Fue un caso muy sonado”.
Para rematar la plática con don Tomás nos cuenta que a la fecha, la tierra que heredó de su padre se sigue sembrando y no deja de lamentarse por los planes que se quedaron sumergidos bajo el agua porque como él mismo lo dijo, el gobierno terminó dando tierras inferiores a las que tenían, por lo que a la fecha no se les ha hecho justicia.
nota: adelanto del libro Historias de mi Pueblo, esfuerzo de Diego Mondragón y Emma Aguado, con el apoyo de la comunidad chupicuarense y PACMYC 2011
HISTORIAS DEL CHUPÍCUARO VIEJO
DON SILVESTRE
LA TIERRA HECHA DE RECORTES
Es un hombre muy antiguo, el más antiguo del pueblo, cuando uno lo escucha hablar es como si de esa boca arrugada y sin dientes se proyectaran imágenes que están ancladas del otro lado de su cabeza, en un mundo que sólo existe en sus sueños hechos de burros descoloridos andando caminos, de hierbas del ángel que curan dolores de tanto comer tamales, de músicos que siembran chiles para no morirse de hambre, de hombres que se meten en los pozos para esconderse de los hacendados y a los que luego les brincan sus mujeres, de santitos milagrosos que salvan a la gente de las víboras cuando uno anda en una tierra que no es suya, ese mundo del que sólo quedan recortes, como él mismo lo dice, es el que lo alimentó y lo ha hecho durar tantos años varado en esta vida.
A la sombra del naranjo
Aquella tarde llegamos a su casa y don Silvestre que tiene ciento tres años nos recibió con tanta naturalidad como si todas las veces que pasamos frente a su jardín para verlo descansar bajo el árbol hubieran bastado para hacernos viejos amigos (o quizá nos reconoció de algún sueño). En aquel pueblo me la pasé feliz, nos dice don Silvestre a manera de bienvenida, con buen caballo me enseñé a lazar, a mangonear y todo, si, a trabajar hasta de noche, trabajé como un animal. Allá estaba acomodao, que madrugando y que en el garbanzo y quel trigo y que los frijoles. Cuando me vine pacá tres años duré pal’ viejo Chupícuaro yendo y viniendo, allá vendía leña en La Encarnación porque tenía que llevar la leche y dejar las tortillas, no me lo va a creer pero esa carretera era muy andable en el tiempo de la presa, que dicían que espantaban que robaban, que asaltaban en el camino, bueno a mí ninguno me salió. Mi suegro dicía que ardía en un pedacillo que él tenía, que era dinero, ¡puras papas!
Para medir las horas y curar enfermos
Desde que nació don Silvestre trae un gusto especial por el sueño, lo busca cuando sorbe el vaso de leche, cuando el cielo se nubla, cuando está a punto de llover, cuando el pasto está recién cortado, cuando encuentra a sus animales y los encierra como si volviera a ser el boyero de hace cincuenta años. Cuando no tararea alguna viejísima melodía dejando entrever sus escasos dientes, está dormido bajo el naranjo que se alcanza a percibir desde la calle de su casa en el Nuevo Chupícuaro, como dicen que se echaban a descansar los campesinos de antes luego de un hacer surcos y sembrar maíz. Tiene los ojos claros, engañadores, parece que miran sin mirar, están volcados dentro de sí mismos nadando en uno o dos recuerdos muy antiguos, pedazos de tierra removida por la yunta, viajes en burro a lomo pelado vendiendo chiles de colores. Duerme don Silvestre echado debajo del árbol, regresa al pueblo viejo.
La forma en la que don Silvestre mide el tiempo no es muy común pero funciona para no complicarse la existencia y su practicidad lo llevó a ordenar las horas en base a la necesidad que su cuerpo tiene de dormir, el resto del día era para trabajar y andar con los burros, “no me subía al burro porque me dormía y me caiba, pero andando tras de los burros si me dormía, me salía de la carretera y me volvía a agarrar el sueño y qué vida. Allá en mi rancho hice un corral con ramas, me encerraba y me dormía hasta las tres, cargaba leña y me venía, luego me daban las 6 en San Cayetano. Traía una manta de paca de frijol que era mi colchón y ponía troncos de mezquite y me rodeaba el sueño hasta que sentía una bola por estar acostado en un pico”.
La madre de don Silvestre también viene a nuestra plática invocada por él como una mujer fuerte que sabía curar con hierbas, “Mi mamá era una mujer muy trabajadora hacía tamales, diario estaba yo malo porque cuando uno hace tamales diario come uno y de chiquillo ahí ta malo, pero mi mamá sabía de medecinas y con la hierba de burro me componía, traigo dos matones aquí y con esas hierbas… es magnífica pa’ las bilis, y como yo he practicado también algo sé que en la botica le dicen también la hierba del ángel, muy medecinal. La sávila que también es buena pa’ las bilis, dos medecinas muy útiles”.
Los pleitos por las tierras
El hombre más anciano del pueblo nos contó que pudo comprarle a su esposa una máquina de coser de las famosas Singer con el dinero de sus tierras porque en algún momento de su vida tuvo muchas tierras, pero con el cambio sus tierras se hicieron menos hasta convertirse en diez hectáreas y por poco se queda sin casa, “me suplí yo con diez hectáreas y hasta los seis años (del cambio) me dieron el completo, llegando aquí onde me pagaron había como veinticinco casas, tuve como tres años contento y a los diez años se alborotó uno que me la quería quitar. Fuimos al juzgado de primera instancia, puras preferencias que le daban a los bandidos. Por fin que luego me jui pa México allá mandaron un alicenciado. Unos que me querían matar por fin me aventaron un balazo y yo de susto me achaparré, si no si me pegan. Ya cuando supe eran Pastor Jaimes y Tito Trujillo y Ciro Aguilar y desde que comenzaron los estaba custodiando el padre Herrera, pero pos yo gané el pleito, no quedé burlao de ellos…”, remata don Silvestre para dar paso a otra historia que cuenta a manera de un rompecabezas que debemos ir armando al paso de sus palabras. Se trata del pozo de don Abraham en tiempos en los que los ejidatarios estaban enfrentados con los hacendados por las tierras y había muchos muertos por esta causa, don Silvestre dice que en dicho pozo se metían los ejidatarios para esconderse y luego de ver tal desgracia las mujeres se aventaban con ellos, “los haciendaos se sentían muy santos muy divinos, y decían que los ejidatarios eran del infierno, allí con don Abraham que era del Jaral, llenaron el pozo de puros ejidatarios hasta dos mujeres se echaron, qué loqueras. Todo eso me contaron cuando yo estuve allí. Pero estaban más en su papel los ejidatarios porque los haciendaos estaban al bando de los americanos, de los españoles”.
La magia en las chilindrinas
Como quien sólo tiene una convicción en la vida, don Silvestre recuerda a su padre como un ser de pócimas y secretos que transformaba la masa en pan a la manera de un embrujo, “era un gran panadero que no lo hay en Acámbaro se llamaba Secundino García Santillán”. Las manos de don Silvestre se mueven como si regresara el tiempo en el que ayudaba a su padre a darle sentido a la masa para las chilindrinas y al pan hueco que sólo él hacía, “pos primero hacía el pan de dulce cortao y chilindrinas, tampoco hacen allá en Acámbaro, esas las hacía con un poco de masa de puras yemas de huevo bien amasados, como había azúcar de terrón, pos molía lazúcar gruesa y luego como brujería, la hoja mantecada la volteaba boca abajo y si alguna esquina no estaba bien la volvía a poner con su azúcar molida y gruesa, ahora ya no hay azúcar desa”. A Don Silvestre le gustaba mucho ser campesino pero también panadero y cuando su padre murió, su madre y su hermano siguieron con el oficio del padre, pero el pan no volvió a ser el mismo, “Había más panaderos pero eran aprendices del, era un panadero especial. Aquí en Acámbaro le ponen dos kilos de dulce a la arroba de harina y no queda bien, y mi papá le ponía tres kilos a la arroba de harina y queda un pan muy sabroso. Las acambaritas les hacía un hoyito en medio para que no reventaran cuando las echaba al horno y acababa de salir el vapor ya estaban listas pa’ sacalas”. El pan además acompañaba diferentes fiestas y se hacían de acuerdo a la comunidad de que se tratar, de diferente tamaño y textura, “El pan de Santa Inés, de San José era un pan que nomás era de puro tragazones, eran doce piezas grandotes empuchadas y doce trenzas grandotas y resquititos chiquitos pa’ ponerle a las ollas de atole de los coloquios. También había que los de la Luna de San Miguel que pos se comían un cargo y tenían que gomitalo pal siguiente año, por así era”.
De quemados y músicos pobres
Las fiestas han cambiado mucho con el paso del tiempo, han desaparecido tradiciones y han aparecido otros modos de hacer convites, pero antes se daba más lo que se conoce todavía como coloquios y aunque don Silvestre no se volvió muy afecto a ellos, sí recuerda que la gente se organizaba para hacerlos, “cuando yo taba chiquillo me gustaba y cuando estaba grande me caiban gordos. Cuando chiquillo estaba uno, un dicho Juan el Feo que le decían, como indillo y estaba un Bernardino que se estaba muriendo, ellos lo hacían, era el coloquio de la Virgen de Guadalupe y luego llegó don Camilo de Jerécuaro que hizo un coloquio de puros chiquillos. Ya de grande no me gustaron, una vez hubo muchos desórdenes en un coloquio que hicieron cuando se le salieron las bocanadas a uno de lo borracho que estaba”.
Cuentan que mucho tiempo atrás, la gente se detenía en las plazas para oír cantar a los músicos que venían de pueblos lejanos y contaban las noticias de lo que pasaba en el mundo. También dicen que antes la gente hacía canciones para que todo eso que vivían no se perdiera en el sonido hueco del desierto y por eso había corridos, libros muy pocos y para unos cuantos. Por eso don Silvestre nos platicó así: “Yo no miré nada de eso pero sí oyía las canciones que cantaban, en una fiesta que fue el año 8, me acuerdo porque yo nací en el 9, dicían que querían pa’ la fiesta bombas pero no había cañuela de la que se usaba en los reales y el cuetero dijo: se las voy a hacer con mecha de castillo, pero esas bombas no las echa ninguno, a la hora que las quieran echar me vienen a avisar a mí pa’ ir a echarlas yo. Y llegaron tres borrachos, las agarraron y se mocharon los tres en un ratito. Entonces era puro cuete chiquillo, un amigo mío usaba una camisa blanca que estrenaba cada año y andaba con esa camisa toda jumada por los cuetes, ya por cierto que a mí los cuetes nunca me han gustado, pero hacían un alborotazo de fiesta y música también de viento. Cuando yo estaba chiquillo había músicos de viento en Chupícuaro pero llegó el año del hambre y la gripa, unos se jueron pal panteón, otros diambre se jueron a trabajar al Oro y se desbarató la música. Yo estaba muy chiquillo, mi tío Refugio Alberto era músico y me contó que les asistían muy bien en La Soledad, habían ido a tocar allá y un dicho que le decían el Poche tocaba la tambora, en toda forma muy pobres, se alojaban a mi pa’ que los ocuparan cuando no tenían qué hacer, mi apá tenía un terreno en unas tierras pardas se compadecía de ellos y los ponía a que hicieron norias y echaba chiles, todo eso en tiempos del hambre, y como era panadero iba a traer harina a Acámbaro, pasaba por La Vega y nos traía camiones que se sembraban ahí, nosotros no sufrimos hambre, pero otros si, como el Poche todo mal vestido”.
Recortes
Los ojos de don Silvestre son dos ventanas que se sumergen constantemente en el mundo de las ensoñaciones, que salen a la superficie a observar el paso de la realidad y a pesar de todas las creencias de la gente, este gran abuelo no pierde detalle de la vida, por eso sonríe de esa manera. Al final de nuestro encuentro y como si viniera de una época remota en la que la humanidad se empecinó en medir la circunferencia de la tierra a como diera lugar dice, “en los tiempos de muy atrás no había kilómetros había leguas, la superficie del mundo me la dieron y sacó seis mil leguas, luego esas las midieron para sacar la circunferencia cinco mil ochocientos, luego dijeron que no es redondo el lugar y que la tierra está hecha de recortes…”.
HISTORIAS DEL VIEJO CHUPÍCUARO
CATALINA ALBERTO AYALA, 1932
Catalina Alberto, la del apelativo masculino, la de la mirada calma, no cantaba desde que su hermana había muerto y ese día, en el que renovó su antiguo ritual, la visitamos. Sin imaginar todavía lo que vendría después, la escuchamos hablar de sus noches frente al fogón, de lo milagroso que es San Pedro, de los corridos de su viejo pueblo y de las mañanas que pasó en el campo. “Soy de las más chicas porque mis hermanos más grandes murieron. Mi abuelo se llamaba José Ayala y mi abuela Francisca López, mi papá Carmen Alberto y mi mamá Brígida Trujillo. Allá quedaron todos enterrados en el viejo pueblo, mi mamá, mis abuelos, mis bisabuelos”. Cata sabe lo difícil que fue dejar a sus muertos bajo el agua en aquel Chupícuaro que parece idílico en las memorias de muchos como ella.
Quedó huérfana de madre desde muy pequeña así que desde muy temprano aprendió a vivir como mujer madura. Se hizo cargo junto con su hermana de las labores del hogar y de sus hermanos más pequeños. Y mientras otras de su edad jugaban a las muñecas, Cata se esmeraba en hacer el atole y echar la tortilla para llevar el almuerzo a su padre campesino. Privilegiado como pocos, el papá de Cata sembraba un pedazo de tierra generosa que había pertenecido a su difunta mujer en La Rinconada muy cerca del río Lerma, tierra que como pocas, arrojaba enormes y jugosas jícamas, desbordantes sandías, chiles de todos colores, además de espigadas cañas de castilla que luego se llevaban en costaleras los arrieros provenientes de Acámbaro haciendo camino con su manojo de burros por las veredas enlodadas en tiempos de lluvias. “La Rinconada estaba repartida y había un depósito grandísimo de donde mi mamá daba lagua gratis pa’ regar las otras tierras y cuando íbamos al almuerzo llevábamos ollas de atole, de frijoles y asábamos chiles con sal. Eran las mejores tierras del pueblo”. Pero no todos podían tener tierras en La Rinconada sólo unos pocos privilegiados como Guadalupe Tinajero, Rogaciano Martínez, Pifania Ayala, Agripina Ayala, Cesario Trujillo y Brígida Trujillo, mamá de Cata, pero el gusto no les duró mucho tiempo, llegado el cambio de pueblo ninguno de ellos recibió un pago justo o un intercambio equitativo, jamás verían tierras como esas de la de famosa Rinconada ahogada bajo las aguas de la presa.
LOS SAQUEOS
Poco antes de cambiarse de pueblo, Cata y su hermana acudían como de costumbre a dejar la miel al padre Francisco Calderón, un día un joven acólito les advirtió que había gente desenterrando dinero en el templo. Curiosas, las dos niñas corrieron para atestiguar lo que sucedía, sin embargo les cerraron el paso y alcanzaron a ver muy poco, “me acuerdo de las personas que lo estaban sacando, uno era Audón Perea, otro Lamberto López, Jesús López, Jesús Rojas, Jesús Ballesteros, Rogaciano Martínez, ya estaba por venirse la gente y sí había dinero, ellos ya sabían que ahí estaba el tesoro”. Pero no sólo hubo saqueo de la propia gente de la comunidad, también lo hubo por parte de los clérigos que antes de irse del pueblo no perdieron la oportunidad de llevarse lo que consideraron importante, “nosotros corríamos pues estaban llamando, queríamos ver qué pasaba. Vinieron sacerdotes de Morelia y se llevaron el archivo de Chupícuaro, todos los papeles, los libros de los seminaristas, las campanas, y un piano más grande que el del museo y ya llevaban un chiquito que es el que está aquí, pero ese lo bajaron. Con Chupícuaro hicieron lo que quisieron”.
EL CAMBIO
Recurrente en las memorias de los chupicuarenses son las dos calles que conformaban el pueblo que eran, dicen algunos, como un columpio que subía y bajaba desde el templo hasta los ríos con salidas a Jerécuaro y a Acámbaro, “nosotros vivíamos en la entrada donde pasaban los carros de Jerécuaro que estaba en alto y nuestros vecinos eran Jesús Argueta y Ladislao Pérez. En la salida estaba el puente de piedra que era una cosa linda rumbo larroyo con sus arcos, era más bonito que el de Acámbaro y en ese arroyo más abajo era donde íbamos a La Rinconada. Había unos árboles grandísimos, de un tronco grueso donde pusieron unas vigas para pasar cuando subía el río y más adelante era la junta de dos ríos esa que canta el corrido. El día 20 de mayo ¡que ya nos vamos y que ya nos vamos! era una tristeza. Como nosotros estábamos en la entrada y en alto, salieron primero los de abajo, nosotros llegamos hasta el 22 de julio, porque sacaban primero a los de arriba donde hacía columpio, donde iba a entrar el agua primero y los que salieron antes fueron Rafael Mora los papás de Teresa y Carolina, doña Clara y todos los que tenían dinero, que estaban de ese lado de arriba. Sí había ricos y pobres, las casas de los ricos las tenían elegantes y tenían sus camas y uno pues pobre, camas de tablas”.
LOS MILAGROS DE LOS SANTOS
Olor a ramas de Sauz recién cortadas, huevos que se quiebran en la cabeza, miércoles de ceniza, Semana Santa, pólvora y castillos para la fiesta, el correr de niños por las calles persiguiendo a los músicos fuereños cargando pesados instrumentos con el lomo ya rozado y la cara quemada de sol, la comida, las carreras de caballos, las luminarias, todo era un gusto, todo, hasta el santito de capa roja que pese a ser de las Tres Caídas salvó a Marcos Mora de azotar en la tierra cuando lo traía cargado desde Santiaguillo y lo correteó un toro, porque de ese santito no había en el pueblo y había que pedirlo prestado para la procesión, pero aun así, el festejo era de todos. Y ni se diga la de San Pedro con la música que llegaba desde el 27 de junio, con los ejidos que se juntaban para hacer el borlote, con la música de Pejo y banda de viento que tocaba bien, bajaban todas las rancherías en caballos desde La Encarnación, desde Santiaguillo, desde Las Piedras, desde El Sauz, desde Las Cruces y quién sabe de cuántas comunidades más.
Pero San Pedro es especial para Chupícuaro, dicen que de noche caminaba por la presa Solís, supervisaba los trabajos de construcción y regresaba con los huaraches enlodados, quién sabe si con tristeza de saber que pronto se hundiría el antiguo pueblo y todo cambiaría para siempre. La imagen sigue siendo la misma desde el viejo pueblo, un santo tallado en madera sin fecha exacta de origen que cada año estrenaba vestido pero al que no cualquiera podía cambiar:
“Mi hermana Lupe lo cambiaba de ropa pero antes lo cambiaban los hombres porque no se dejaba de la mujer, se hacía duro duro y lo bajaban con escalera porque estaba altísimo donde lo tenían y cuando lo bajaban estaba todo enlodado de sus huarachitos, dicen que venía a la presa, esa leyenda dicen. Mi papá trabajó con el padre Francisco Calderón y un día le dijo:
- Padre vaya usted a vestir a san Pedro porque no se deja de nosotros
- ¿Cómo que no se va dejar?- y se dejó , pero no se dejaba
Cuando mi hermana le iba a sacar fotos pa’ cambiarlo estaba descolorido descolorido, sus oídos transparentes. Ahí está todavía vivo el padre Julián, el padre Francisco Ensaldo, ellos hablaron por teléfono:
- Ven Lupe, no se deja san Pedro y ni se dejaba bajar, viene tieso tieso, por eso le sacaron fotos.
Mi hermana si cambió a san Pedro pos sabe cómo le hacía, lo regañaba para que se dejara como cuando lo coronaron le mandó hacer su corona a San Miguel de Allende, de puras perlas y piedras, le tenía mucha devoción. Decía mi papá que cuando él ya había abierto los ojos ya estaba el santo que tiene muchos años, y aunque es de madera no está ahora como estaba antes. Un día estábamos del otro lado cuando nos llamaron por teléfono y nos dijeron:
- ¡Están retocando a san Pedro!
- ¡Ay no lo van a echar a perder!- dijo mi hermana, agarró el teléfono y que habla con el cura, le dijo:
- Nomás hace sus cochinadas y yo lo meto preso, porque nadie se ha atrevido.
Y que vamos viendo, llevaban un puño de puras tecatitas que para hacer reliquias, y ora que lo veo ya no es el mismo, ni sus oídos son, porque está orejón pero tiene nomás como una bola de yeso formada y el dedo, y le digo por eso no es el de antes”.
CORRIDOS
A más de uno le gustaba pasar por la casa de Cata y Lupe Alberto por el puro gusto de escucharlas cantar mientras enjuagaban ropa en dos lavaderos que había construido su papá junto a una pileta llena de agua. Otros hasta se sentaban un rato a sombrear cerca de ellas y descansaban las horas de trabajo escuchando la canción que ellos mismos les solicitaban. Por eso fue más fácil que Catalina Alberto junto con su hermana Lupe, tuvieran el privilegio de cantar los corridos que dedicaron a su antiguo pueblo justo en uno de los momentos más sensibles para los chupicuarenses, “no sé cuando llegaron los corridos a nuestras manos, pero cuando vine de por allá (del viejo Chupícuaro) mi hermana ya los tenía, no sé de dónde los agarraría”. La primer misa que se hizo en la nueva población fue dedicada a los muertos que quedaron bajo el agua, “esa vez el padre Silvestre dijo: vamos a ir a Chupícuaro viejo, voy a celebrar una misa para todos los que se quedaron. Era un llorar de la gente, y nos pidió que cantáramos los corridos de Chupícuaro y si, entre mi hermana y yo los cantamos”, no sobra decir que aquella vez el sentimiento por poco y quiebra sus voces, tentado como estaba de convertirse en llanto. Los cuatro corridos fueron escritos por don Carlos Perea y Demetrio Luna, en la grabación inicial aparece en la guitarra Manuel Alberto y Lupe y Cata Alberto en las voces. “Los corridos cuentan la historia del cambio, de lo que sentimos al dejar el pueblo, hasta san Pedro salió allí, las campanas, la tristeza”. Cuentan los corridos que no todos estuvieron de acuerdo con el cambio, incluso hubo algunos temerarios que intentaron aferrarse en sus casas sin lograrlo, “¡qué valor! dos familias se quedaron adentro del pueblo a un lado de la iglesia a vivir, pero ya cuando llegó el agua… por eso dicen los corridos: dos familias fueron fieles a la iglesia, a uno le dio buen trabajo, el otro al cielo fue enviado, porque llegando aquí uno se fue a Estados Unidos y el otro falleció, eran Remigio y Ligio, de los Domínguez y ellos si fueron fieles a la iglesia porque se quedaron hasta que subió el agua”.
Cata, como muchos chupicuarenses, cuenta que se escuchaba el repicar de las campanas del antiguo pueblo mucho después de que en aquel lugar ya no había nada, “nosotros fuimos, mi hermana con su esposo pos tenían ganado, una vez fuimos a Chupícuaro viejo y nos metimos a la iglesia donde estaban los colegiales y todo, había tabiques hasta nos trajimos un tabiquito, nos íbamos a meter más adentro pero oímos que tocaban, ¡nombre! hasta dejamos una pala, un guangoche que llevábamos para los tabiques y ay venimos corre y corre, se oían las campanadas hasta donde vivíamos, era una cosa triste”.
“El reloj del viejo pueblo es el mismo, es que mi hermana con el padre Padilla y la cooperación de todos lo trajeron, el cura de ahora lo iba a mandar, pero juntaron 72 mil pesos para que se restaurara”.
La iglesia estaba grande, tenía cruceros y a un lado derecho estaban los sacerdotes y seminaristas. Ahí estuvo el padre Fray Silvestre, el padre Camacho, el hermano de Eduardo y el padre Javier Pérez y más, la mamá de Ángela le lavaba la ropa, también Tula Guerrero y Esther Guerrero.