HISTORIAS DEL VIEJO CHUPÍCUARO

CATALINA ALBERTO AYALA, 1932

Catalina Alberto, la del apelativo masculino, la de la mirada calma, no cantaba desde que su hermana había muerto y ese día, en el que renovó su antiguo ritual, la visitamos. Sin imaginar todavía lo que vendría después, la escuchamos hablar de sus noches frente al fogón, de lo milagroso que es San Pedro, de los corridos de su viejo pueblo y de las mañanas que pasó en el campo. “Soy de las más chicas porque mis hermanos más grandes murieron. Mi abuelo se llamaba José Ayala y mi abuela Francisca López, mi papá Carmen Alberto y mi mamá Brígida Trujillo. Allá quedaron todos enterrados en el viejo pueblo, mi mamá, mis abuelos, mis bisabuelos”. Cata sabe lo difícil que fue dejar a sus muertos bajo el agua en aquel Chupícuaro que parece idílico en las memorias de muchos como ella.

Quedó huérfana de madre desde muy pequeña así que desde muy temprano aprendió a vivir como mujer madura. Se hizo cargo junto con su hermana de las labores del hogar y de sus hermanos más pequeños. Y mientras otras de su edad jugaban a las muñecas, Cata se esmeraba en hacer el atole y echar la tortilla para llevar el almuerzo a su padre campesino. Privilegiado como pocos, el papá de Cata sembraba un pedazo de tierra generosa que había pertenecido a su difunta mujer en La Rinconada muy cerca del río Lerma, tierra que como pocas, arrojaba enormes y jugosas jícamas, desbordantes sandías, chiles de todos colores, además de espigadas cañas de castilla que luego se llevaban en costaleras los arrieros provenientes de Acámbaro haciendo camino con su manojo de burros por las veredas enlodadas en tiempos de lluvias. “La Rinconada estaba repartida y había un depósito grandísimo de donde mi mamá daba lagua gratis pa’ regar las otras tierras y cuando íbamos al almuerzo llevábamos ollas de atole, de frijoles y asábamos chiles con sal. Eran las mejores tierras del pueblo”. Pero no todos podían tener tierras en La Rinconada sólo unos pocos privilegiados como Guadalupe Tinajero, Rogaciano Martínez, Pifania Ayala, Agripina Ayala, Cesario Trujillo y Brígida Trujillo, mamá de Cata, pero el gusto no les duró mucho tiempo, llegado el cambio de pueblo ninguno de ellos recibió un pago justo o un intercambio equitativo, jamás verían tierras como esas de la de famosa Rinconada ahogada bajo las aguas de la presa.

LOS SAQUEOS

Poco antes de cambiarse de pueblo, Cata y su hermana acudían como de costumbre a dejar la miel al padre Francisco Calderón, un día un joven acólito les advirtió que había gente desenterrando dinero en el templo. Curiosas, las dos niñas corrieron para atestiguar lo que sucedía, sin embargo les cerraron el paso y alcanzaron a ver muy poco, “me acuerdo de las personas que lo estaban sacando, uno era Audón Perea, otro Lamberto López, Jesús López, Jesús Rojas, Jesús Ballesteros, Rogaciano Martínez, ya estaba por venirse la gente y sí había dinero, ellos ya sabían que ahí estaba el tesoro”. Pero no sólo hubo saqueo de la propia gente de la comunidad, también lo hubo por parte de los clérigos que antes de irse del pueblo no perdieron la oportunidad de llevarse lo que consideraron importante, “nosotros corríamos pues estaban llamando, queríamos ver qué pasaba. Vinieron sacerdotes de Morelia y se llevaron el archivo de Chupícuaro, todos los papeles, los libros de los seminaristas, las campanas, y un piano más grande que el del museo y ya llevaban un chiquito que es el que está aquí, pero ese lo bajaron. Con Chupícuaro hicieron lo que quisieron”.

EL CAMBIO

Recurrente en las memorias de los chupicuarenses son las dos calles que conformaban el pueblo que eran, dicen algunos, como un columpio que subía y bajaba desde el templo hasta los ríos con salidas a Jerécuaro y a Acámbaro, “nosotros vivíamos en la entrada donde pasaban los carros de Jerécuaro que estaba en alto y nuestros vecinos eran Jesús Argueta y Ladislao Pérez. En la salida estaba el puente de piedra que era una cosa linda rumbo larroyo con sus arcos, era más bonito que el de Acámbaro y en ese arroyo más abajo era donde íbamos a La Rinconada. Había unos árboles grandísimos, de un tronco grueso donde pusieron unas vigas para pasar cuando subía el río y más adelante era la junta de dos ríos esa que canta el corrido. El día 20 de mayo ¡que ya nos vamos y que ya nos vamos! era una tristeza. Como nosotros estábamos en la entrada y en alto, salieron primero los de abajo, nosotros llegamos hasta el 22 de julio, porque sacaban primero a los de arriba donde hacía columpio, donde iba a entrar el agua primero y los que salieron antes fueron Rafael Mora los papás de Teresa y Carolina, doña Clara y todos los que tenían dinero, que estaban de ese lado de arriba. Sí había ricos y pobres, las casas de los ricos las tenían elegantes y tenían sus camas y uno pues pobre, camas de tablas”.

LOS MILAGROS DE LOS SANTOS

Olor a ramas de Sauz recién cortadas, huevos que se quiebran en la cabeza, miércoles de ceniza, Semana Santa, pólvora y castillos para la fiesta, el correr de niños por las calles persiguiendo a los músicos fuereños cargando pesados instrumentos con el lomo ya rozado y la cara quemada de sol, la comida, las carreras de caballos, las luminarias, todo era un gusto, todo, hasta el santito de capa roja que pese a ser de las Tres Caídas salvó a Marcos Mora de azotar en la tierra cuando lo traía cargado desde Santiaguillo y lo correteó un toro, porque de ese santito no había en el pueblo y había que pedirlo prestado para la procesión, pero aun así, el festejo era de todos. Y ni se diga la de San Pedro con la música que llegaba desde el 27 de junio, con los ejidos que se juntaban para hacer el borlote, con la música de Pejo y banda de viento que tocaba bien, bajaban todas las rancherías en caballos desde La Encarnación, desde Santiaguillo, desde Las Piedras, desde El Sauz, desde Las Cruces y quién sabe de cuántas comunidades más.

Pero San Pedro es especial para Chupícuaro, dicen que de noche caminaba por la presa Solís, supervisaba los trabajos de construcción y regresaba con los huaraches enlodados, quién sabe si con tristeza de saber que pronto se hundiría el antiguo pueblo y todo cambiaría para siempre. La imagen sigue siendo la misma desde el viejo pueblo, un santo tallado en madera sin fecha exacta de origen que cada año estrenaba vestido pero al que no cualquiera podía cambiar:

“Mi hermana Lupe lo cambiaba de ropa pero antes lo cambiaban los hombres porque no se dejaba de la mujer, se hacía duro duro y lo bajaban con escalera porque estaba altísimo donde lo tenían y cuando lo bajaban estaba todo enlodado de sus huarachitos, dicen que venía a la presa, esa leyenda dicen. Mi papá trabajó con el padre Francisco Calderón y un día le dijo:

- Padre vaya usted a vestir a san Pedro porque no se deja de nosotros

- ¿Cómo que no se va dejar­­?- y se dejó , pero no se dejaba

Cuando mi hermana le iba a sacar fotos pa’ cambiarlo estaba descolorido descolorido, sus oídos transparentes. Ahí está todavía vivo el padre Julián, el padre Francisco Ensaldo, ellos hablaron por teléfono:

- Ven Lupe, no se deja san Pedro y ni se dejaba bajar, viene tieso tieso, por eso le sacaron fotos.

Mi hermana si cambió a san Pedro pos sabe cómo le hacía, lo regañaba para que se dejara como cuando lo coronaron le mandó hacer su corona a San Miguel de Allende, de puras perlas y piedras, le tenía mucha devoción. Decía mi papá que cuando él ya había abierto los ojos ya estaba el santo que tiene muchos años, y aunque es de madera no está ahora como estaba antes. Un día estábamos del otro lado cuando nos llamaron por teléfono y nos dijeron:

- ¡Están retocando a san Pedro!

- ¡Ay no lo van a echar a perder!- dijo mi hermana, agarró el teléfono y que habla con el cura, le dijo:

- Nomás hace sus cochinadas y yo lo meto preso, porque nadie se ha atrevido.

Y que vamos viendo, llevaban un puño de puras tecatitas que para hacer reliquias, y ora que lo veo ya no es el mismo, ni sus oídos son, porque está orejón pero tiene nomás como una bola de yeso formada y el dedo, y le digo por eso no es el de antes”.

CORRIDOS

A más de uno le gustaba pasar por la casa de Cata y Lupe Alberto por el puro gusto de escucharlas cantar mientras enjuagaban ropa en dos lavaderos que había construido su papá junto a una pileta llena de agua. Otros hasta se sentaban un rato a sombrear cerca de ellas y descansaban las horas de trabajo escuchando la canción que ellos mismos les solicitaban. Por eso fue más fácil que Catalina Alberto junto con su hermana Lupe, tuvieran el privilegio de cantar los corridos que dedicaron a su antiguo pueblo justo en uno de los momentos más sensibles para los chupicuarenses, “no sé cuando llegaron los corridos a nuestras manos, pero cuando vine de por allá (del viejo Chupícuaro) mi hermana ya los tenía, no sé de dónde los agarraría”. La primer misa que se hizo en la nueva población fue dedicada a los muertos que quedaron bajo el agua, “esa vez el padre Silvestre dijo: vamos a ir a Chupícuaro viejo, voy a celebrar una misa para todos los que se quedaron. Era un llorar de la gente, y nos pidió que cantáramos los corridos de Chupícuaro y si, entre mi hermana y yo los cantamos”, no sobra decir que aquella vez el sentimiento por poco y quiebra sus voces, tentado como estaba de convertirse en llanto. Los cuatro corridos fueron escritos por don Carlos Perea y Demetrio Luna, en la grabación inicial aparece en la guitarra Manuel Alberto y Lupe y Cata Alberto en las voces. “Los corridos cuentan la historia del cambio, de lo que sentimos al dejar el pueblo, hasta san Pedro salió allí, las campanas, la tristeza”. Cuentan los corridos que no todos estuvieron de acuerdo con el cambio, incluso hubo algunos temerarios que intentaron aferrarse en sus casas sin lograrlo, “¡qué valor! dos familias se quedaron adentro del pueblo a un lado de la iglesia a vivir, pero ya cuando llegó el agua… por eso dicen los corridos: dos familias fueron fieles a la iglesia, a uno le dio buen trabajo, el otro al cielo fue enviado, porque llegando aquí uno se fue a Estados Unidos y el otro falleció, eran Remigio y Ligio, de los Domínguez y ellos si fueron fieles a la iglesia porque se quedaron hasta que subió el agua”.

Cata, como muchos chupicuarenses, cuenta que se escuchaba el repicar de las campanas del antiguo pueblo mucho después de que en aquel lugar ya no había nada, “nosotros fuimos, mi hermana con su esposo pos tenían ganado, una vez fuimos a Chupícuaro viejo y nos metimos a la iglesia donde estaban los colegiales y todo, había tabiques hasta nos trajimos un tabiquito, nos íbamos a meter más adentro pero oímos que tocaban, ¡nombre! hasta dejamos una pala, un guangoche que llevábamos para los tabiques y ay venimos corre y corre, se oían las campanadas hasta donde vivíamos, era una cosa triste”.

“El reloj del viejo pueblo es el mismo, es que mi hermana con el padre Padilla y la cooperación de todos lo trajeron, el cura de ahora lo iba a mandar, pero juntaron 72 mil pesos para que se restaurara”.

La iglesia estaba grande, tenía cruceros y a un lado derecho estaban los sacerdotes y seminaristas. Ahí estuvo el padre Fray Silvestre, el padre Camacho, el hermano de Eduardo y el padre Javier Pérez y más, la mamá de Ángela le lavaba la ropa, también Tula Guerrero y Esther Guerrero.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por esta preciosa historia. Mi familia vivio muy cerca de esas comunidades (San Lorenzo y las pilas) y aunque no les toco que los desalojaran saben muy bien lo que se siente dejar la tierra. dios bendiga a todas esas personas de chupicuaro el viejo.

Anónimo dijo...

HERMOSA HISTORIA. SOY TATARANIETA DE JESUS ARGUETA Y MI INFANCIA ESTUVO LLENA DE HISTORIAS DE CHUPÍCUARO EL VIEJO... AÑORANZAS DE UNA VIDA QUE SE QUEDÓ AHÍ; AMOR POR LA TIERRA QUE VIO NACER A MIS ANTEPASADOS. MUCHÍSIMAS GRACIAS POR COMPARTIR.

Unknown dijo...

Mi abuelita fue Maria Luisa Ayala Razo y su hermano Francisco Ayala Razo. Y estoy segura que estuvieron ahi. Me siento muy orgullosa de toda esta gente de mis raíces. Que no se vaya al olvido nunca Gente Hermosa y Trabajadora y Honesta