Fotógrafo de trenes




Emma Aguado
Es inexplicable el encanto que poseen las máquinas de vapor, cuya ausencia no ha sido obstáculo para que sigan apareciendo personajes cuya vida ha sido guiada únicamente por los faros de las poderosas “prietas” como les apodaban en ese entonces.
Francisco Barry me esperaba con un legajo de fotos y copias de su libro en los brazos mientras acariciaba tiernamente a una perrita callejera recién parida. Era el último día de la Convención Nacional de Ferromodelistas en Acámbaro, lugar en donde se reunieron los más apasionados ferroaficionados del país los tres primeros días de Agosto de este año. Improvisamos un lugar donde sentarnos buscando la sombra, colocamos un par de sillas de plástico en el pasto para no sentir el calor que ya empezaba a  ser intenso y nos dispusimos a conversar en medio de la gente que pasaba.
Frank Berry  me contó que durante la Segunda Guerra Mundial vivía en medio de una zona rural situada entre Nueva York y Chicago por donde pasaban muchos trenes que lo dejaban asombrado por su belleza y potencia, por eso se escapaba los sábados al taller de ferrocarriles cerca de su casa, ubicada en una zona rural, y pasaba horas observando cómo aquellas máquinas eran arregladas por los expertos. Tenía apenas 7 años cuando recibió su primera cámara fotográfica como regalo de Navidad de sus padres, pero entonces no sabía qué hacer con ella y la guardó. Tiempo después vivió en Nueva Jersey cerca del río Delaware donde había una línea del ferrocarril, “pasaba un tren diario a las 7 de la mañana y yo estaba ahí todos los días para saludarlo, fue donde empecé a sacar fotos y eso porque lo había visto en una revista y dije ¡yo podría sacar fotos de trenes como ésta, yo tengo una cámara! Después el tren silbaba por el pueblo y ese sonido llenaba el valle de un lado a otro, un sonido muy memorable”.
La experiencia que Barry tiene como fotógrafo de trenes es única, viajó durante años en doce de las  divisiones del ferrocarril mexicano persiguiendo máquinas de vapor con la obsesión propia de un artista y terminó su trabajo cuando desaparecieron del mapa de México y Estados Unidos a mediados de 1960.
Frank o Francisco como él mismo se presenta, habla muy bien el español y aunque hoy tiene 77 años tiene unos ojos en donde todavía se perciben los destellos de aquel niño asombrado por la vida y los ruidos de los trenes, “me tocó venir a México en 1959 para un proyecto de agua potable en el Valle de México perforando pozos durante dos años, trabajábamos en San Mateo Atenco y en Totoltepec.  En los Estados Unidos en aquella época de la Segunda Guerra Mundial todos los hombres eran obligados a prestar servicio militar, pero yo pertenecía a la religión de los Cuáqueros que no creíamos en la guerra, que no creíamos en matar a otras personas”. A modo de excepción los mandaban a hacer servicio voluntario por dos años a México debido a un acuerdo que había en ese entonces con  la Secretaría de Salud Pública del Estado de México para perforar pozos. Sin experiencia alguna, llegó muy joven a nuestro país con un español raquítico aprendido en la primaria que fue perfeccionando al paso del tiempo. Recibía una cuota de apenas 100 pesos mensuales que de ninguna manera significaban un salario decente y con eso compraba rollos para la cámara, de ese modo sacó sus primeras fotos en sus días libres, “y como era muy bonita la línea de Toluca a México anduve fotografiando, incluyendo un accidente donde hubo muchos muertos. Ese día yo estaba trabajando cuando nos avisaron y a mí no me importó mi trabajo, aventé todo y salí corriendo porque pensaba que eso no se volvería a repetir y yo tenía que estar ahí para retratar el momento”.
Frank aprendió a ser fotógrafo con la experiencia, viajó mucho por nuestro país pidiendo aventones para alcanzar los trenes, buscando a como diera lugar los mejores ángulos para sus imágenes, “por lo regular yo esperaba en un sitio a que pasara el tren y lo fotografiaba. Pero cuando estaba viajando en el mismo tren aprovechaba las paradas y me bajaba corriendo para tomar la foto. Sólo en ocasiones raras el maquinista decía: vamos a parar aquí para que tú retrates y entonces toda la tripulación se paraba en el tanque para aparecer en la foto, pero eso era raro, lo común es que yo buscaba el lugar a pie y esperaba, si el tren andaba despacio, tal vez subía”. Recuerda que viajando desde Apatzingán en una ocasión el maquinista paró su tren porque quería que Frank retratara un puente, muchos años después supo que era el puente más grande de México en ese entonces, “si lo hubiera sabido hubiera caminado más para apreciar la profundidad y sacar una foto distinta, pero no quería demorar el tren, porque era de pasajeros”.

Este experimentado fotógrafo es autor de miles de imágenes de trenes de todo el mundo, pero asegura que en ningún otro país le han dado la bienvenida tan fácilmente como en México. Y la verdad sea dicha, en aquellos tiempos en los que los maquinistas y su tripulación eran muy respetados en los pueblos, era casi imposible lograr que cualquier cristiano viajara con ellos en la máquina, Frank sin embargo logró no sólo treparse en el lomo de los trenes para capturar imágenes, sus malabares incluían hacer equilibrios como los garroteros, montarse en la cabina, aprender a usar sus piernas para no caer, incluso una vez casi manejó un tren. “Una vez pasé un día y una noche casi entera en la máquina con la tripulación, y ahí pasaron muchas cosas difíciles. Yo estaba en la máquina parado, el maquinista y el fogonero habían empezado su trabajo a las 8 de la mañana, ya eran las 4 de la mañana siguiente, estaban muy cansados. Recuerdo que no había ninguna iluminación adentro de la caseta y la máquina no andaba muy bien, habían apagado el faro para no gastar vapor innecesario y yo seguía parado con sólo un poquito de luz en el fogón. Después de rato me di cuenta que yo era el único en la máquina despierto, el maquinista estaba dormido, el fogonero estaba dormido, ¡qué iba a hacer!, lo responsable era haber tocado al maquinista pero estaba muy agotado y yo siempre había tenido ambición de manejar una máquina de vapor. Lo que pasa es que una máquina más o menos se manejaba solita. Sabía que había un crucero cercano pero cuando me di cuenta, ya lo habíamos cruzado y  no se despertaron. Cuando llegamos al pueblo más cercano el ruido del tren se amplió, los responsables se despertaron y aplicaron los frenos como si no hubiera pasado nada…”


Frank es dueño de una mirada bondadosa que lo ha empujado constantemente al encuentro con la vida, pero sobre todo al encuentro con México, país al que adoptó con mucho cariño, viajando solitario por muchos días y noches casi siempre con una cámara fotográfica colgada del cuello.  Sencillo, me comparte que ha escrito un libro sobre su vida en los trenes en aquellos años de vapor y actualmente busca editorial a la que le interese publicarlo, porque en su país le han dicho que los asuntos de este lado no interesan a los lectores norteamericanos.
Por último Francisco Barry saca con suma delicadeza de un folder amarillo algunas de esas imágenes que tomó cuando tenía veinte años en la División Pacífico, su división favorita según me confiesa, cuya sede fue Acámbaro. Me explica cómo es que fue tomando cada una de esas fotografías en donde aparecen mujeres, hombres esperando en las estaciones, cielos pintados de nubes gordas y yo me maravillo imaginando el barrullo de aquellas poderosas prietas, y de pronto Frank  para un momento la plática para imitar con su boca el ruido que hacía una máquina de esas al momento de arrancar exhalando vapor, mucho vapor, vapor por cada uno de sus poros, “no te puedes imaginar cómo era eso” me dice, y en nuestra cabeza aparece un boletero que grita: ¡Vaaaaaaamonos!

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